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Dejó
de ejercer la medicina a los 78 años. La jubilación forzosa le
impidió seguir asistiendo a todos los que no tenían recursos para
poder mejorar su salud. Los jueves y sábados la consulta de Doña
Carlota María Angélica de la Quintana y López de Arroyave,
en la calle Canalejas 16, abría sus puertas a los más pobres. Así
durante casi cuatro décadas.
Su vocación a la medicina
postergó otros proyectos de vida como el matrimonio o los hijos.
Siempre tuvo claro que entre sus prioridades, su
profesión de médico le iba a condicionar a todos los niveles.
Pero aun así, la que fue número uno en las primera convocatoria
para funcionariado público de Sanidad, se mostró eternamente
agradecida a la profesión que tan feliz le hizo. De ahí que,
incluso a poco de morir, su firma dejaba huella en todas y cada una de las revistas científicas en las que colaboraba.
Antes
de 1909, año de su nacimiento, la sociedad canaria no podía
imaginarse que en poco más de dos décadas después una
mujer con más de cinco especialidades en medicina, iba a convertirse
en su médico de confianza. Una
jovencita, de mente prodigiosa, emprendía una prolija carrera
profesional a caballo entre Madrid, donde se licenció, Alemania,
epicentro de la investigación científica más avanzada en aquella
época, y Canarias. Hoy
y siempre, María Angélica pasará a la historia por ser la primera
mujer doctora en las Islas.
En
una sociedad de hombres las dificultades las encontraba por doquier.
Doña Carlota iba rompiendo
moldes desde el momento en que ingresó en la Universidad, la
primera en adentrarse en una profesión masculina. Cuando comenzó,
por ser mujer, algunos profesores incluso le negaban un más que
merecido sobresaliente. Pero el talento y el ansia por saber que
siempre tuvo aquella señorita de Artenara, pudieron desafiar todas
las vicisitudes adversas.
Con
su padre, había viajado a Madrid y con el que había pasado varias
semanas en busca de una carrera. No tenía claro si Ingeniería,
Farmacia…. pero los días que pasó entre los futuros
farmacéuticos, en una llanura de Toledo, donde se disponían a
recoger hierba para luego su tratamiento le convencieron de que no,
aquello no era lo suyo, no iba a ser farmacéutica. Tuvo que hablar
su padre con el amplio círculo de amigos que tenía en la capital de
España para que le encaminaran en la facultad de Medicina. Se quedó
en el pabellón de aquella facultad el progenitor a la espera de su
hija. Y ésta salió con una sonrisa de oreja a oreja. La niña no
había tenido que soportar el calor toledano ni respirado el olor de
la hierba; la niña vio una disección y con aquello se quedó más
satisfecha. Ella sería médica.Fue
de las personas que tiraron de la sanidad pública cuando ésta
empezaba a tomar forma en España.
Aprobó las oposiciones en Madrid y allí se quedó quince años,
desde 1964 hasta 1979. Canarias seguía latente en su mente. Quería
volver. Por eso ya en 1976 movió los hilos para pedir destino en
Canarias. Una llamada del Instituto Nacional de Previsión le ofreció
una plaza en Lanzarote. Aceptó porque, por entonces, era en las
islas menores donde el salario de un médico se equiparaba al de uno
de la península. En Lanzarote ofreció dos años de servicio
sanitario. Luego vino la jubilación. María Angélica decidió
a abrir su consulta en Las Palmas de Gran Canaria.
Fue entonces cuando advirtió la importancia de tener amigos en todas
partes. La apertura de su despacho médico fue posible gracias a la
intervención de un alto cargo de Sanidad, el tío de una compañera
de carrera. Méritos no le faltaban para ser la primera doctora de
Canarias, pero en tiempos de hermetismo político y convulsión
social, la mujer siempre estaba situada en el último escalafón.
En las calles colindantes a aquella consulta no se llegaban a ver los escaparates, sus pacientes se multiplicaban. María Angélica recibía incluso a personas que ya habían sido reconocidas por compañeros médicos pero que, a diferencia de ella, sí cobraban.
En las calles colindantes a aquella consulta no se llegaban a ver los escaparates, sus pacientes se multiplicaban. María Angélica recibía incluso a personas que ya habían sido reconocidas por compañeros médicos pero que, a diferencia de ella, sí cobraban.
Cada Navidad, María Angélica abría
las puertas de su casa a dos pobres, que no tenía ni por qué
conocer.
Si alguna tarde a sus hijas se les antojaba ir al cine, allí estaba
María Angélica para hacerles ver que con ese dinero, los niños de
la calle podrían comer al salir del colegio. A pesar de que provenía
de una familia con alto nivel adquisitivo -su madre pertenecía a la
nobleza de Portugal y la familia paterna tenía una trayectoria
académica muy reconocida- María Angélica no perdió nunca la
humildad. Esa fe la educación que recibieron las dos únicas hijas
de María Angélica. Su amor por su trabajo no le permitió ser madre
hasta los cuarenta. Casi en el ecuador de su vida el destino le
arrebató a un pilar fundamental de su existencia, su marido,
ingeniero. María Angélica se transformó en una “leona” -como
la recordarán con especial cariño sus personas más allegadas- para
sacar adelante a su familia.
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