El entrecomillado “Me dedico al dolor para dar sentido y forma a la
frustración y el sufrimiento. No puedo hacer desaparecer el dolor.
Ha venido para quedarse” no parece el mejor eslogan escaparatista
para vender el concepto exposición del verano. Y de hecho
no lo es. Ese entrecomillado es la plasmación de una verdadera
declaración de intenciones. La de los responsables del Guggenheim
Bilbao, incrustando en el luminoso mastodonte de Frank O. Gehry los
mundos —pero sobre todo los submundos— de Louise Bourgeois
(París, 1911-Nueva York, 2010).
La exposición Estructuras de la existencia: las celdas abre
sus puertas hoy y las cerrará el 4 de septiembre. Exposición del
verano, pues. Así que esto ya sugiere una imagen: visitantes en
bermudas y camiseta saliendo al sol pero con mala cara, aficionados
al arte en plenas vacaciones pero noqueados tras recorrer una
tiniebla que no esperaban y asistir al viaje por la soledad, el
miedo, el abandono y la angustia, porque no otra cosa es esta
exposición.
Bourgeois es indiscutible como trofeo de caza para cualquier museo
(la muestra viene de Múnich y Moscú y viajará a Copenhague). Pero
hace falta tener muy claras las cosas y saber no renunciar a nada
para apostar por esta selva tenebrosa y proponerla a los turistas
—que es lo que en verano mayoritariamante entra a un museo como el Guggenheim— como oferta de ocio vacacional. La
amargura y los exorcismos de Louise Bourgeois no son precisamente las
cicciolinas y los popeyes de Jeff Koons. Ni falta
que hace.Organizar una escultura como quien programa el tratamiento de un enfermo: eran sus propias palabras y ese es el concepto que sobrevuela las salas del Guggenheim. Bourgeois, la mujer menuda, irascible y genial creadora de esas célebres arañas gigantes en bronce pensó y erigió en los últimos 20 años de su vida más de 60 estructuras espaciales para contar ni más ni menos que las oscuridades de una vida. La suya. Las Celdas son autorretratos. Aquí hay 28 de ellos, la más importante exposición montada nunca en torno a esta faceta de la artista, la más áspera y oscura.
El miedo como tema
No quiso dejar nada sin contar y no lo dejó. Hay que advertir que el tono y el material de su narración son, digamos, algo diferentes a los de otras. Las celdas tratan del miedo, y el miedo es libre. Lo puede traer un crujido a destiempo. El ladrido de un perro en medio de la bruma donde ya no hay espigón. Luego están los miedos de la vida, que son los de la muerte. Bien lo sabía Louise Bourgeois: muere la gente y no sabes qué preguntas hacerte ni qué respuestas serás capaz de darte. Eso da miedo. Bien lo sabía aquel pájaro de ala quebrada, alguien volcánico y depresivo con pulsiones suicidas (lo intentó dos veces, la primera cuando murió su madre en 1932, la segunda cuando su padre, que encima se acostaba con la institutriz, quiso casar a Bourgeois con un amigo suyo).
“Tenía sus problemas sicológicos, claro, mucha ansiedad, temores,
miedos, depresiones y un gran sentimiento de culpabilidad por no ser
buena madre… pero sabía que el arte le ayudaba a sobrevivir, todo
su proceso creativo, no solo las celdas, eran una terapia”, explica
Jerry Gorovoy, asistente personal durante 30 años y actual
presidente de la fundación que gestiona los derechos y la memoria de
la artista. “Una artista que nunca hizo cosas para el público…
sino para ella misma”, aclara Gorovoy sobre alguien a la que la
crítica y el mercado del arte reconocieron cuando sobrepasaba ya los
70 años.
Días negros, La destrucción del padre, Sin salida, Arco de
histeria, Pasaje peligroso, El confesionario… son títulos que
no dejan resquicio a la duda en esta peregrinación por entre las
estructuras de acero, vidrio, madera, tela, látex, mármol, resina o
trozos de espejo. Todo resulta tétrico y, a la vez, extrañamente
plácido. Más que a la contemplación de un conjunto de obras, al
visitante se le propone pulular entre ellas, formar parte de ellas.
El reto se aceptará o no. Si es que no, tendremos a un visitante de
museo visitando un museo. Pero si es que sí, tendremos en escena la
rara (por escasa) especie de los pobres diablos examinando en su
interior, confrontándose a la obra de arte, cayendo quizá en la
cuenta de que, qué demonios, como sostenía Louise Bourgeois el arte
nos puede salvar, o al menos interrogar.La soledad, el abandono, la inseguridad, lo ido, el daño, la memoria, el dolor intenso, quién sabe si la curación. No es poco para una exposición de verano.
Cuesta creer que lo temible pueda resultar poético. Pero en las
salas oscuras las guillotinas, los reclinatorios, las prótesis, las
puertas, camas y sillas desvencijadas (muchas de ellas recuperadas de
vertederos o escombreras), los frascos de perfume —en su caso,
siempre Shalimar de Guerlain— y las aberturas por donde asomarse
como un voyeur… surgen como estrofas de un poemario
maldito. Un poco hay de Baudelaire y un mucho de Duchamp y Bacon.
Tampoco olvidemos a Freud.
Es el universo de Louise Bourgeois, un espejo en el que nadie
querría mirarse. Ella sí. Amó a su madre muerta (de ahí el útero
vacío como tema constante), quiso matar al padre aunque nunca aparcó
el complejo de Electra. También quiso matarse a sí misma. Quedan
estas 28 celdas como testimonio de una desolación. También como la
demostración empírica de un caerse y levantarse. Celdas-refugio,
celdas-cárcel, celdas-siquiátrico. La curación por el arte. O el
anhelo de ello.
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